Deuda de honor

Luchó con todas sus fuerzas para arrancarse la cadena que rodeaba su cuello. Se había despertado en un lugar desconocido. No recordaba el modo en el que había llegado a aquel sitio, húmedo y frío. Lo último que le vino a la memoria es ir conduciendo por la carretera en su deportivo rojo, último modelo. La luz de los faros de otro coche circulando en dirección contraria le había cegado por un segundo. Entornó los ojos y giró la cabeza para evitar la fuerte luz que le dañaba, y de repente, aquella luz se había atenuado, convirtiéndose en el amarillento resplandor de una bombilla colgando del techo.

No sabía la razón de aquel cambio. Tampoco entendía cuál era el motivo por el que se encontraba retenido por el cuello con aquel collar metálico que le dañaba la piel. Forcejeó hasta romperse las uñas y hacer que sus dedos sangraran sin que consiguiera mermar ni un ápice la presión que aquel artilugio ejercía sobre él.

Miró agotado a su alrededor. La mortecina luz le permitió vislumbrar un espacio escaso a su alrededor; las paredes desnudas y sucias, sin ventanas; el suelo y el techo cómo una continuación de aquellas. Le pareció estar encerrado en un cubículo cuadrado en el que tiritaba de frío. Se dio cuenta entonces que se encontraba descalzo, sin ni siquiera los calcetines puestos. El olor a humedad le producía arcadas y trataba de calentar sus manos bajo las axilas sin que aquel frío cediera ni un solo grado.

—¡Socorro! —Gritó desesperado. Pero parecía que nadie le escuchaba. Siguió gritando todo lo que su garganta le permitía.

—¿Hay alguien ahí? ¡Por favor, que alguien me ayude!

De repente, una línea oscura contorneó una forma cuadrada en la pared y, sin que consiguiera adivinar de qué modo había aparecido allí, una especie de ventanuco estrecho se abrió frente a él y una voz le habló del otro lado.

—¡Hola Néstor! Por fin has venido a pagar tu deuda.

—¿Qué deuda? ¿Quién eres tú?

Una risa fantasmagórica retumbó en el cuartucho.

—¡Vaya! Parece que tienes mala memoria, menos mal que yo la tengo muy buena. Soy Satanás ¿No recuerdas?

—¿Es esto una broma? —preguntó el hombre incrédulo— ¿Acaso estoy muerto?

—Por supuesto que lo estás.

—Pero, si estoy muerto y en el infierno ¿dónde están las llamas? Se supone que en el infierno arden las almas en grandes hogueras.

La risotada fue esta vez mucho más sonora.

—El infierno es para cada uno, una cosa diferente, y tú odias el frío.

—Es cierto —reconoció sorprendido—. Pero, ahora que mi vida es feliz y próspera, no puedes hacerme esto. Estoy en mi mejor momento. ¿No habría forma de que me dejaras libre unos años más?

—Recuerda que estás muerto —respondió Satanás.

—¡Oh, por favor! Daría mi brazo derecho porque esta pesadilla se acabara.

Nestor abrió los ojos en medio de un dolor de cabeza tremendo. Tenía la boca seca y dolor en todo el cuerpo. A su alrededor, medio dormido aún, casi todo era blanco, y la voz de una mujer sonó alborozada a su lado.

—¡Ya abre los ojos! ¡Ya abre los ojos!

—Palpó con urgencia su cuello, comprobando que no tenía nada alrededor y se dejó caer de nuevo sobre la almohada, aliviado. Parecía que todo había sido un mal sueño. A veces los recuerdos se mezclan en el cerebro sin que seamos capaces de diferenciarlos de la realidad presente.

Sonrió al pensar en unos años atrás, cuando peleó en el ring contra un contrincante verdaderamente fuerte. Parecía que era imposible ganar aquella pelea, pero la suma de dinero que se jugaba era la más grande de todas las que le habían ofrecido si conseguía tumbar a aquel gigante. «Vendería mi alma por ganar esta pelea» había pensado entonces. Y con todas las apuestas en su contra, dejó K.O. a su rival. Su vida cambió para siempre y el dinero empezó a abundar tanto en su cuenta corriente, que ni siquiera pensaba en él.

            Sus ojos empezaron a devolverle con más nitidez las imágenes que se inclinaban sobre él: su esposa y otra mujer con una bata blanca que le observaba atentamente.

—Señor García ¿cómo se encuentra?

—Bien. ¿Dónde estoy?

—En el hospital. Ha tenido usted un accidente de tráfico y estábamos seguros de perderle. Ha estado usted en coma dos días, pero, por suerte, solo ha perdido el brazo derecho.

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