La Niebla ( I-Los sucesos)

Amanecía. El cielo negro dio paso a un tímido malva nada más comenzar a asomar el sol por el horizonte. De la copa del Árbol Gordo (cómo le llamaban) en el centro de la plaza, una explosión de alas marrones levantó el vuelo, dando fin a su descanso con ese caos perfectamente organizado de los pájaros.

Un coche atravesó por la calle colindante rompiendo el silencio a su paso. En un portal se despedían dos novios furtivamente. Se besaron y luego, ella acarició con la punta de los dedos la cara de su amor antes de cerrar tras de sí la puerta de hierro. Él subió calle arriba con las manos en los bolsillos y esa sonrisa absurda de los enamorados, ajeno a la tragedia que se cernía sobre la ciudad.

Jirones de niebla flotaban aún cerca del suelo, alejándose y disolviéndose conforme los rayos solares calentaban el aire.

Fulgencio comenzaba su turno de policía urbano en media hora y caminaba deprisa hacia el Ayuntamiento con su uniforme impecable, como siempre. En el hueco de un portal divisó un bulto envuelto en mantas junto a un carrito de supermercado repleto de objetos sin demasiada utilidad. Se acercó. Comprobó que, en efecto, el vagabundo que desde días atrás recorría las calles, dormía acurrucado junto a la escalera de entrada.

El olor a orines era penetrante y Fulgencio alargó la mano con cierta aprensión dando unos toques en la espalda del hombre dormido.

-¡Eh! ¡Amigo! ¡Aquí no puede estar! ¡Los vecinos van a empezar a salir y tendremos bronca! ¿Me oyes? ¡Despierta hombre!

No hubo respuesta. Fulgencio miró su reloj impaciente, no quería retrasarse y dudó si continuar su camino o insistir en su empeño de despertar al vagabundo.

-¡Venga, levántate!

Giró al hombre tirando de su hombro izquierdo y aquel quedó tumbado boca arriba, con los ojos y la boca semi cerrados con un rictus mortal y el aspecto seco y grisáceo de las momias.

Fulgencio gritó sin poderse contener y dio un respingo empotrando su espalda contra un coche aparcado tras él. Miró a izquierda y derecha confuso. Por un momento no supo qué hacer hasta que cayó en la cuenta de que tenía un móvil en el bolsillo. Con las manos temblorosas trató de marcar el número directo de su Unidad para pedir ayuda, pero se equivocó por dos veces. -A la tercera va la vencida- pensó y consiguió contactar.

Una ambulancia, la Guardia Civil y la Policía Local se presentaron rápidamente en el lugar acordonando la acera mientras inspeccionaban toda la zona y metían el cadáver en una bolsa para trasladarle al Anatómico Forense de la capital. En aquel pueblo nunca habían pasado cosas como esa.

Las luces de las ventanas se habían encendido y los vecinos se agolpaban para ver mejor el espectáculo. Todo el mundo se preguntaba que era aquello que había sucedido y comenzaban a correr hipótesis sin ton ni son, de boca en boca.

El alcalde se personó inmediatamente en el lugar de los hechos y fue informado, hasta donde buenamente se podía, por parte de los técnicos sanitarios y del pobre Fulgencio, que aún temblaba.

-En principio no puedo hacer un diagnóstico de las posibles causas del fallecimiento- explicaba el médico de guardia. –El estado del cadáver no responde a ninguna causa, nada que en cuestión de horas le haya podido dejar en ese estado.

-Habrá que esperar al informe del forense- respondió el alcalde.

-¡Despejen la zona!- gritaba una policía municipal a la gente que se acercaba a curiosear. -¡Aquí no hay nada que ver! ¡Retírense, por favor!

El día continuó con normalidad, pero con un tema nuevo que recorría el pueblo de parte a parte haciendo mil cábalas sobre las extrañas circunstancias de la muerte del vagabundo. Emocionante para unos, inquietante para otros.

El día siguiente amaneció invariablemente como el anterior. La copa del Árbol Gordo volvió a liberarse del peso de los pájaros que protegía durante la noche entre sus hojas. La niebla comenzaba a disolverse de nuevo, rendida a la tibieza del día que se desperezaba.

Toni salió de casa listo para correr. Tenía tiempo suficiente para hacer unos kilómetros antes de volver, ducharse y estar listo para acudir al trabajo sin retrasos.  Se ajustó los cordones de las zapatillas y aprovechó para hacer unos estiramientos antes de enfilar hacia la zona deportiva y recorrer sus senderos habilitados para esa actividad. Aún pendía en el ambiente la humedad propia de la neblina matinal que le refrescaba la cara mientras avanzaba a buena velocidad.

Una hora más tarde, Joaquín, su vecino, paseaba con su perro cuando encontró a Toni caído de bruces en medio del camino, -aunque su identidad la conoció después, cuando la Guardia Civil se lo comunicó a la familia-. Intentó reanimar al deportista, pero al girar el cuerpo hacia él, encontró un cadáver reseco y gris al que nunca hubiese imaginado como el atlético Toni.

Esta vez la noticia no solo corrió como la pólvora por el pueblo, la alarma estalló al conocerse la similitud de las dos muertes en cuestión de poco más de veinticuatro horas.

El Anatómico Forense de la capital aún no había emitido el informe de la autopsia del vagabundo y ya estaban preparando otra para el nuevo cadáver que viajaba a toda prisa hacia sus instalaciones.

Los periódicos se hicieron eco de las extrañas muertes y todo tipo de conjeturas se desataron alrededor de ello. No faltaron quienes aseguraban que estaban siendo víctimas de magia negra. Una lluvia de llamadas a las dependencias municipales, aseguraban conocer la identidad de las brujas, echadoras de cartas, vecinos antipáticos o ancianas de aspecto sospechoso. Todas y cada una de las denuncias fueron archivadas sin darles más crédito. Pero alguien había asegurado que pasándose por todo el cuerpo un huevo recién puesto y estrellándolo en un lugar lejano de su casa, ahuyentaba aquel mal y pronto hubieron huevos estrellados por todas las esquinas del pueblo.

Al alba, las calles del pueblo estaban vacías. Las luces empezaron a encenderse en las ventanas cuando aún no se habían apagado las farolas. La panadería de Mari había trabajado, como siempre, durante toda la noche y el olor a pan y a bollos embriagaba la calle. Antonia salió de su casa a paso ligero en dirección a la panadería, su hijo se levantaría pronto para ir a trabajar y quería dejarle preparado el bocadillo con pan crujiente.

La mujer estaba gruesa. Compró dos barras de pan y aceleró el paso para llegar a su casa. Envuelta en la neblina matinal llegó al portal y sacó la llave del bolso. Antes se secó la frente empapada en sudor por el esfuerzo de la carrera. El pan cayó al suelo y sobre él, cayó Antonia que en cuestión de minutos había mermado grasa y su piel se volvió seca y gris.

Los vecinos rodearon el Ayuntamiento que había colocado la bandera a media asta con un gran crespón negro en memoria de los fallecidos, exigiendo una explicación de lo sucedido y pidiendo medidas cautelares para evitar más muertes.


Sigue leyendo…

La Niebla – Parte II – El Misterio

La Niebla – Parte III – La Patrulla

La Niebla – Parte IV – La Hipótesis

La Niebla – Parte V – La Pista

La Niebla – Parte VI – La Investigación

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